De modo que la idolatría es el Tiempo Perdido, y la verdad oculta detrás de las imágenes es el Tiempo Recobrado (27). Pero la muerte de la madre produjo una liberación perniciosa, algo también bastante común, que en el caso de Proust supuso incluso un ataque de mala suerte: le dio por invertir en bolsa, como aquel que juega en el casino, y cuando vio que lo estaba perdidendo todo, vendió sus acciones, un día antes de que comenzaran otra vez a subir como la espuma. En otros casos, como su afición, en principio trivial, de dedicarse a escribir parodias de grandes escritores (a propósito de una célebre estafa de diamantes falsos), el pasatiempo le sirvió para encontrar uno de los caminos que le llevarían a Swann, o para darse cuenta, como escribió en el prólogo a Contra Saint-Beuve, de que «lo que la inteligencia nos devuelve bajo el nombre de 'pasado' no es el pasado…» (205). Ya había emprendido la empinada y pedregosa cuesta que, como a Virgilio, le llevaría hasta la fuente Castalia.
El proceso implicaba ir recortando sus relaciones sociales. Su gran amiga Marie Nordlinger, una de las pocas que no hizo otra cosa que ayudarle (y que no quiso aparecer como traductora en su versión de Ruskin, por más que ella era la única de los dos que sabía inglés), dejó de ver a Proust en 1904 y ya solo lo vería, por última vez, cuatro años después. Su antigua beligerancia en favor de Dreyfus fue convirtiéndose en una tibieza que al final, al menos por lo que se desprende de la novela, casi se puede considerar equidistante. En novembre de 1909 incluso empezó a despedirse de sus amigos para centrarse por completo en la novela. Da la sensación de que desde entonces sólo tuvo verdadero trato con aquellos que le animaban a proseguir con su proyecto catedralicio, viejos amigos como Lucien Daudet, o nuevos como Cocteau, que difundió su obra entre las nuevas generaciones, o el gran crítico Ernst Robert Curtius, que hizo lo propio con el público alemán. En otros casos, lamentablemente, la vanidad o el desinterés impidió relaciones que podrían haber sido fructíferas, como es el caso de James Joyce, con quien Proust coincidió pero apenas cruzó cuatro palabras de desabrida cortesía. Algunos, como el conde Greffulhe, se lo quitaban de encima cuando Proust se presentaba en su casa con la sola intención de sacar material que añadir a su novela, y otros viejos conocidos, como el desbordante Montesquiou, estaban dispuestos incluso a pronunciar conferencias para él solo, en esa curiosa mezcla de narcisismo y lealtad que luego, en la novela, no vemos en Charlus, «el chivo expiatorio en el que Proust deposita sus pecados» (419). Por ejemplo, cuando su protegido Yturri estaba ya deshauciado y Proust le pidió que no se lo dijera, Montesquiou, sacó su vena más cínica: «Tendré que decírselo porque quiero que lleve al otro mundo varios recados míos» (71). Sin embargo, él mismo atendió a Yturri hasta el último momento, y lo despidió con auténtico dolor. Proust le confió la verdadera identidad de alguno de sus personajes, sin decirle quién era él, claro, para lo que solía valerse de la argucia de nombrar al personaje real en la misma escena que al personaje en clave, como si fueran diferentes. Montesquiou, que además debía de ser tan ególatra como inocente —mezcla bastante común— no pareció darse cuenta. Se pasó la vida mostrando a todo el mundo sus dotes para pasar a la historia, y a la hora de la verdad escribió unas memorias que «hubieran podido ser una obra maestra de brillante venenosidad», pero «resultaron tan sólo una obra con la que un hombre frustrado pretendía superar sus sentimientos de fracaso». Se publicaron en 1923, cuando los dos amigos ya estaban pudriendo malvas.
Montesquiou importa por su relación con Proust, pero sobre todo porque es la vía de acceso a otro de los temas que más ponen a prueba la ecuanimidad de Painter. Tanto si habla de la madre como de la homosexualidad, podríamos decir que Painter se pasa de rosca con cierta frecuencia, sobre todo cuando las vincula: «Es de advertir que en sus relaciones homosexuales con hombres socialmente inferiores a él, debido a un esnobismo en sentido invertido —en todos los aspectos—, procuraba mancillar la imagen de la madre muerta» (108). De hecho, para Painter «la muerte de su madre le había abierto las puertas de Sodoma» (111), como si antes no estuviesen ya de par en par. A veces Painter se agarra a casualidades rocambolescas, como cuando cuenta el caso del joven Blarenberghe, con quien Proust trabó contacto poco antes de que el joven matase a su madre, un relato tan siniestro que casi es cómico pero que a Painter le parece una prueba real de lo que también a Proust le sucedía, la necesidad de eliminar la figura materna. Y eso que el autor reconoce que quizá Proust siempre fue un asiduo cliente de burdeles homosexuales (eso que Murat cuenta como si lo hubiera descubierto ella), y cuenta con tono sombrío cómo el escritor fue capaz de amueblar el prostíbulo de Albert con los muebles heredados de sus padres, algo necesario para el escritor porque «Albert me proporciona la información que necesito» (414). Algo parecido sucede con el caso Eulenburg, sobre el círculo de homosexuales que rodeaba al emperador alemán Guillermo II, «una de las primeras causas menores e indirectas de la Primera Guerra Mundial» (170), nada menos, comparable con la pasión y muerte de Oscar Wilde y, según algún crítico exagerado (Vigneron), origen de À la recherche. Y todo ello en medio de la aparente repulsa de Proust a esa «raza maldita», al amparo de cuyos más sórdidos ambientes, según el inflexible Painter, «hacía experimentos con la maldad (…) y probaba si era capaz de vivir rodeado de maldad sin quedar contaminado» (413). La guinda de esta inclinación hacia el sadismo la pone el célebre episodio de las ratas, del que Painter nos da pelos y señales…
Otros aspectos de la sexualidad de Proust llegaban a sorprenderle incluso a él mismo, como el hecho de reencontrarse, allá por 1908, en Cabourg (más o menos el trasunto de Balbec) con ciertos placeres perdidos: «Como si la vida no fuera ya bastante complicada de por sí, ahora resula que las muchachas son los únicos seres hacia los que tengo tendencia» (186). En esta época Proust llegó a pensar incluso en el matrimonio, pero nada de eso fue más allá de la curiosidad y la aventura ante la aparición del que parece haber sido el gran amor de su vida, Agostinelli, «el joven mecánico», «honrado y afable muchacho» (145) con el que mantuvo relaciones durante siete años, al que vio y dejó de ver (desapareció en 1908 y reapareció en 1913, a pedir trabajo) cuando el joven se volvía a Mónaco con su mujer, y cuando Proust lo tuvo viajó a la velocidad de los primeros vehículos por los territorios de su novela, como haría en el papel con Albertine, de quien, junto con la misteriosa «muchacha de Caubourg», Painter dice que Agostinelli fue modelo, no solo como compañero de andanzas mecánicas sino como prisionero, e incluso algo más: «À la Recherche es una obra con carácter sagrado, en curtud de dos sacrificios humanos, es decir, la muerte de madame Proust y la de Agostinelli, de las que Marcel Proust fue, en parte, mental y materialmente responsable» (326). Esta afirmación no deja de ser una forma gratuita de atar cabos hipotéticos, pero sirve de preámbulo al impactante relato de la muerte de Agostinelli, víctima, más que de Proust, de su propio afán de progreso y aventura, mientras hacía prácticas de vuelo sobre el mar: «Los horrorizados espectadores en tierra vieron que el joven aprendiz de piloto, puesto en pie en la cabina del aparato que se hundía rápidamente en las aguas, agitaba los brazos en petición de auxilio. Agostinelli no sabía nadar» (331). El duelo de Proust se tradujo, al parecer, en una colosal ampliación de Le Côté de Guermantes, que pasó de tener 72000 palabras a 235000, lo que, según Painter, es «un monumento» a la memoria de Agostinelli.
Pero en su novela Proust también trataba la homosexualidad femenina, los celos que puede producir quien no elige a otro sino una forma distinta de relacionarse, quien no cambia de persona sino de actitud. Proust había conocido mujeres homosexuales, desde luego, aunque quedó fascinado con lo que podría llamarse «el club de Safó», un grupo de escritoras y artistas, muy en la onda de Bloomsbury, entre las que destacaba Natalie Barnie, quien, según Painter, se merece «un lugar entre las grandes escritoras de su tiempo» (506). Pero Barnie se encontraba lejos de Proust. Ella hablaba de églogas prerrafaelitas mientras Proust le sacaba unta al verso de Vigni: «La femme aura Gomorrhe et l’homme aura Sodome». Barnie consideraba a Albertine y sus amigas «más irreales que encantadoras». Painter, en este punto, defiende a Proust alegando que lo suyo no es ignorancia sobre las relaciones lésbicas sino «un esencial símbolo del misterio del amor y de los celos», una justificación sospechosamente parecida a la que esgrime Murat en Proust, novela familiar, y eso que ella se declara homosexual.
Pero ya decíamos que, así como el primer volumen de esta biografía se centra en la búsqueda de personajes, por así decir, el segundo está ocupado por la redacción de la novela, por más que a partir de cierto punto la propia vida de Proust mientras corregía las pruebas de los libros servía para ampliarlos. El proceso es muy largo. En 1903 ya se había empezado a alejar del estilo de Ruskin, «un profeta, un guía y un padre» (24), en este caso literario, del que se tuvo que deshacer. Su traducción de La Bliblia de Amiens había servido para confirmar «la reputación de aficionado, de escritor de salón», y colocarlo en la, entonces, algo reaccionaria y exquisita postura de quien se manifestaba a favor de que continuara el culto en las catedrales. Se había entregado a Ruskin durante cinco años, desde que abandonara Jean Santeuil, hasta que, allá por su ensayo Sur la lecture vino a declarar la independencia respecto del esteta inglés. Se acordaría de él mucho después, en plena Guerra Mundial, cuando los alemanes se afanaron en bombardear los sagrados lugares ruskinianos: Amiens, Laon, Rheims, Senlis…, por los que Proust había peregrinado con fervor más que artístico y literario.
La biografía deslumbra en este sentido por el encaje de bolillos que practica Painter para ordenar las distintas redacciones de la heptalogía, ese jaleo de cambios de orden, ampliaciones desmesuradas, correcciones inacabables, caligrafía desesperante y al añadido señorial de ir tirando al suelo los papeles que escribía tumbado en la cama para que un criado los fuera recogiendo y ordenando como pudiera… «He escrito un libro totalmente nuevo sobre las pruebas», llegó a decir (303). Esta parte es admirable, así como el fino olfato para detectar qué parodias influyeron en el estilo que luego traslado a En busca del tiempo perdido, por ejemplo las de Balzac, en quien, aparte del método de ir sacando y metiendo personajes en novelas diferentes, encontró un modo de describir «las sinfónicas complejidades de un hecho social» (164), o el rastreo de su evolución en textos como Contra Saint Beuve y en los diferentes borradores hasta que en julio de 1909 empezó una novela que había ya intentado escribir dos veces y que ha había vivido, o en las lecturas en las que Proust encontró el tono en el que quería pensar mientras la escribía. A Mme. Scheikévith, además de hablarle de «la ignorancia de las gentes de la alta sociedad» (284), le confiesa que adoraba a Dostoievski, quizá —pensaría Painter— por el tratamiento de la culpa en el que insistió el maestro de San Petersburgo. O, por ejemplo, cuando en Le Temps Retrouvé «evoca a Chateaubriand (…) por ser el predecesor de la memoria inconsciente; y también recuerda a Saint-Simon, cuando el narrador decide escribir 'las Mémoires del Saint-Simon de otra época'» (194).
Pero el gran asunto crítico de la novela sigue siendo en qué medida se trata de una obra de «imaginación creadora», que es como siempre la consideró Proust, y hasta qué punto podía Proust «evitar que los críticos y lectores superficiales cometieran el error de considerarla un roman à clef» (200), y eso que disentía de Saint-Beuve cuando este dijo que la obra de un escritor es inseparable de su personalidad, que no es posible la distancia necesaria para crear una obra de arte. El norteamericano Berry, con quien Proust trabó buena amistad, metió el dedo en la llaga cuando citó delante del escritor la frase de Remy de Gourmont: «Uno tan sólo escribe bien acerca de aquellas realidades que no ha vivido», algo con lo que Proust, al menos en apariencia, no podía sino estar de acuerdo: «Esa es la base de toda mi novela» (352). La distancia es, pues, el meollo de cualquier interpretación de Proust, así como «ese flujo subterráneo» (Umbral) que desparramó la novela más allá de lo previsto, porque conviene recordar que en un principio fue concebida para publicarla en forma de folletón, pero su extensión ingobernable y lo escabroso de algunos episodios le quitaron la intención de la cabeza. Aun así, sobre todo al principio, seguía adelante animado por el entusiasmo de amigos como Reynaldo Hahn cuando leían las primeras redacciones, y se desanimaba cuando leía obras como La bienamada, de Thomas Hardy, que leyó en 1910 y donde encontró algo muy parecido a lo que él estaba escribiendo, el hombre que se enamora de tres generaciones de mujeres, abuela, madre e hija, en su caso Odette, Gilberte y Mlle. de Saint-Loup, y la calidad de lo que leía le daba ganas de abandonar. Pero Proust iba a lo suyo, y su meta la resume Painter con bastante nitidez:
«La memoria voluntaria, al ser función de la inteligencia y del sentido de la vista, tan sólo puede proporcionarnos la engañosa superficie del pasado, pero, en cambio, un aroma o un gusto involuntariamente recobrados hacen revivir en nosotros su inmortal esencia; el libro es una secuencia de recuerdos inconscientes; el artista debe buscar solamente en los recuerdos involuntarios los materiales de su obra; y el estilo no es una cuestión de técnica, sino de visión» (291)
Pero los recuerdos sensitivos dieron paso a la propia vida tras las muertes de Agostinelli y de su viejo amigo Fenelon. En Le Côte de Guermantes abundan más que en cualquier otra sección de la novela las alusiones a hechos de la vida privada del autor correspondientes al período de corrección de pruebas. Llegó al extremo de adjudicar sus propios padecimientos a los personajes: «Ahora que estoy en el mismo estado que Bergotte», le dijo a su asistenta Céleste, «quiero añadir algunas notas al relato de su muerte»(558). Proust pasaba meses y meses sin salir de la habitación, o se limitaba a acercarse al Ritz para que le dieran de comer y husmear algún detalle que incluir en su novela, hasta que en 1918, con el capítulo sobre la guerra de Le Temps Retrouvé, añadió el último fragmento importante de la novela.
Pocos episodios hay en la vida de Proust que no resulten novelescos, lo que complica todavía más la discusión sobre si la novela es o no una obra de creación, en la medida en que su propia vida se rigió más por patrones literarios que vitales. El de la edición, cómo no, compone una novela aparte. Desde que un joven Gallimard quedó deslumbrado por la memoria de nombres propios de Proust hasta que, poco antes de morir, se convirtió, por fin, en una gloria literaria, el escritor pasó por todas las etapas de una novela sobre cómo alcanzar la fama. En Le Figaro desestimaron la publicación por entregas por la densidad de la prosa y la escasez de la acción. También lo intentó en una revista, pero la hipertrofia del manuscrito lo hizo desistir. La Nouvelle Revue Fran-çaise, con Gide a la cabeza, rechazó la novela. El propio Gide la arrojó (otra vez Umbral) cuando leyó aquello de «las vértebras de la frente», y la sirvienta Céleste repitió el tópico (quizá lo inauguró) de que las cintas con las que había sellado el manuscrito seguían sin abrir cuando se lo devolvieron. Otro editor, Humboldt, que hoy haría carrera, se excusó con sinceridad: «Por mucho que me esfuerce, no puedo comprender que un tipo necesite treinta páginas para describir las vueltas que da en la cama, antes de caer dormido» (296). Y en este calvario no podía faltar una coda de ironía. Grasset, quien finalmente decidió publicarla, lo hizo sin molestarse en leerla, pero poco tardó en darse cuenta de que había dado en el clavo. Los críticos (la mayoría, todo hay que decirlo, amigos de Proust, como Lucien Daudet o Cocteau) ensalzaron la novela como el advenimiento de una gran obra maestra, e incluso los que no hablaron bien de ella, caso del crítico Sonday, atrajeron todavía más lectores, hasta el punto de creer que habían sido sus descubridores. No ganó el Goncourt, ese premio que tradicionalmente ganan escritores mediocres, con Por el camino de Swann, el año en el que también se presentó El gran Maulnes, pero sí con A la sombra de las muchachas en flor, lo que redobló el éxito de Swann, que, en contra de lo que dice la tradición, nunca fue un fracaso editorial. Gide y sus colegas de la NRF se dieron cuenta de su colosal metedura de pata, «las escamas cayeron de sus ojos» (318), pidieron perdón a Proust, le doraron la píldora de todas las formas posibles y finalmente lograron birlárselo a Grasset, que se portó mejor con Proust que Proust con él.
Painter da muchos datos y cifras sobre el éxito de la novela, pero basta con que anotemos dos detalles: uno es que el viejo Henry James «la devoró», y, según Edith Warthon, descubrió en ella —en el primer volumen— «una nueva visión y un nuevo arte de novelar» (390); no dice Painter si la leyó en francés o en la gran traducción de Scott-Moncrieff, que a Proust no le gustó, sencillamente porque no la entendía. El otro detalle es que la NRF contrató al joven André Breton para corregir las erratas, trabajo que hizo muy mal pero que compensó divulgando la obra de Proust entre los jóvenes dadaístas que por entonces él pastoreaba.
Intoxicado de gloria y de veronal, forrado de corcho y de piropos, estragado por el asma y por la literatura, Marcel Proust murió anotando en letra ya ilegible, enferma y sin pulso, las últimas correcciones de su obra, los últimos detalles de la muerte. Desde que muriera su madre, su cuerpo estaba habitado por un fantasma que le dictaba una de las obras más estimulantes, más famosas y menos leídas de la literatura universal. Pero su gloria es así: también todo el mundo quería tener a Proust en su salón, y pocos escucharlo mucho rato.
George D. Painter, Marcel Proust 2. Biografía 1904-1922, Alianza Lumen, 1972, 619 p.