20.5.25

La imaginación y el recuerdo, y 2


En el minucioso y con frecuencia desbordante trabajo de recopilación de testimonios acometido por Painter hay dos ideas fijas que ya vertebraban el tomo primero de su biografía proustiana: que toda su vida es un lentísimo proceso de superación del enfermizo amor hacia su madre y que esta misma obsesión fue la que determinó las inclinaciones sexuales del hijo y por supuesto el contenido de su gran novela. Ambos puntos de partida eran en el primer volumen hipótesis que en el segundo ya se dan por demostradas con toda su decoración freudiana, un tanto peculiar porque aquí se juntan Edipo y Electra, la fascinación por la madre y su necesidad de asesinarla, y en todo caso una vía de escape de los pocos pero muy aparatosos pasajes en los que Painter se desmelena en un tono distinto al muy puntilloso que determina casi cualquier afirmación. Y digo casi porque hay otra hipótesis que cubría prácticamente por entero el primer volumen y en el segundo deja paso a otros temas: la certeza de que cada personaje tiene que ver con alguien que Proust conoció en persona, por más que él defendiera su novela como una obra de creación, no como un reportaje de sociedad. Pero la vida de Proust parece dividirse en dos grandes períodos: el de la búsqueda de materiales, que le llevó, en espléndida definición del abate Mugnier (el mismo que consiguió que Huysmanns ingresara en un monasterio trapense), a ser «como una abeja que liba en flores heráldicas» (p. 431), y el del —relativo— aislamiento en el que escribió y reescribió su larguísima novela hasta el momento mismo de morir. A este aislamiento acosado por la enfermedad, y a la lucha un tanto tópica del escritor incomprendido que por fin consigue probar las mieles de la gloria literaria, está dedicado este segundo volumen.
La transición entre el primero y el segundo hay que reconocer que está muy bien trabada. El primero terminaba con la muerte del padre y el segundo empieza con los últimos amenes de la madre, pero también el primero terminaba con la entrega a Ruskin y el segundo empieza con la superación de la idolatría, algo que en términos literarios tiene que ver con Ruskin pero en lo personal se refiere a la madre de Proust. Y Painter no espera muchas páginas antes de soltar uno de esos órdagos interpretativos que a mi juicio mellan un poco la extraordinaria solidez del conjunto: «Proust, cual hiciera en otras ocasiones, puso a prueba el amor de su madre hacia él, mediante sus relaciones con otras mujeres, y al mismo tiempo la castigó con evidente sadismo, impulsado por el temor de una real o imaginada denegación de su afecto» (30). En descargo de Proust, no obstante, Painter alega que su madre «pertenecía al tipo de mujeres que utilizan el propio sacrificio para ejercer su dominio sobre los demás» (81), algo que por otra parte dibuja perfectamente un tipo universal. Para ella, Proust seguía siendo un niño de cuatro años, como decía la monja que la estuvo cuidando en sus últimos días. Cuando el niño mimado, ya mayorcito, recurrió a un psiquiatra con la extravagante intención de que le curara el asma, al menos consiguió que le quitara la pesadumbre. Pero la madre siguió siendo la frontera entre la vida y la muerte, o más bien entre una existencia activa y la entrega total a su relato: «A un lado, Proust veía el lejano tiempo perdido en que su madre seguía otorgándole y denegándole su infinito amor; y al otro lado, veía la soledad de un presente irreal, fantasmagórico y, en cierto modo, póstumo, que sólo podía adquirir significado mediante la recuperación del tiempo perdido». A esto se le llama arrimar el ascua a la sardina crítica. Por mucho sentido que tenga, resulta demasiado claro para ser verdad. Quizá llevado por ese afán de que todo encaje, Painter llega a decir que «fue su propia madre quien le sirviera la mágica bebida, en un acto de reparación del beso denegado…» (231). Se refiere al té, desde luego, el de la dichosa magdalena, que en realidad parece ser que le sirvió la sirvienta Céline (a la que poco después despidió, por cierto), pero que en la novela, si no recuerdo mal, se lo ofrece la tía Leonie, no su señora madre.

De modo que la idolatría es el Tiempo Perdido, y la verdad oculta detrás de las imágenes es el Tiempo Recobrado (27). Pero la muerte de la madre produjo una liberación perniciosa, algo también bastante común, que en el caso de Proust supuso incluso un ataque de mala suerte: le dio por invertir en bolsa, como aquel que juega en el casino, y cuando vio que lo estaba perdidendo todo, vendió sus acciones, un día antes de que comenzaran otra vez a subir como la espuma. En otros casos, como su afición, en principio trivial, de dedicarse a escribir parodias de grandes escritores (a propósito de una célebre estafa de diamantes falsos), el pasatiempo le sirvió para encontrar uno de los caminos que le llevarían a Swann, o para darse cuenta, como escribió en el prólogo a Contra Saint-Beuve, de que «lo que la inteligencia nos devuelve bajo el nombre de 'pasado' no es el pasado…» (205). Ya había emprendido la empinada y pedregosa cuesta que, como a Virgilio, le llevaría hasta la fuente Castalia.

El proceso implicaba ir recortando sus relaciones sociales. Su gran amiga Marie Nordlinger, una de las pocas que no hizo otra cosa que ayudarle (y que no quiso aparecer como traductora en su versión de Ruskin, por más que ella era la única de los dos que sabía inglés), dejó de ver a Proust en 1904 y ya solo lo vería, por última vez, cuatro años después. Su antigua beligerancia en favor de Dreyfus fue convirtiéndose en una tibieza que al final, al menos por lo que se desprende de la novela, casi se puede considerar equidistante. En novembre de 1909 incluso empezó a despedirse de sus amigos para centrarse por completo en la novela. Da la sensación de que desde entonces sólo tuvo verdadero trato con aquellos que le animaban a proseguir con su proyecto catedralicio, viejos amigos como Lucien Daudet, o nuevos como Cocteau, que difundió su obra entre las nuevas generaciones, o el gran crítico Ernst Robert Curtius, que hizo lo propio con el público alemán. En otros casos, lamentablemente, la vanidad o el desinterés impidió relaciones que podrían haber sido fructíferas, como es el caso de James Joyce, con quien Proust coincidió pero apenas cruzó cuatro palabras de desabrida cortesía. Algunos, como el conde Greffulhe, se lo quitaban de encima cuando Proust se presentaba en su casa con la sola intención de sacar material que añadir a su novela, y otros viejos conocidos, como el desbordante Montesquiou, estaban dispuestos incluso a pronunciar conferencias para él solo, en esa curiosa mezcla de narcisismo y lealtad que luego, en la novela, no vemos en Charlus, «el chivo expiatorio en el que Proust deposita sus pecados» (419). Por ejemplo, cuando su protegido Yturri estaba ya deshauciado y Proust le pidió que no se lo dijera, Montesquiou, sacó su vena más cínica: «Tendré que decírselo porque quiero que lleve al otro mundo varios recados míos» (71). Sin embargo, él mismo atendió a Yturri hasta el último momento, y lo despidió con auténtico dolor. Proust le confió la verdadera identidad de alguno de sus personajes, sin decirle quién era él, claro, para lo que solía valerse de la argucia de nombrar al personaje real en la misma escena que al personaje en clave, como si fueran diferentes. Montesquiou, que además debía de ser tan ególatra como inocente —mezcla bastante común— no pareció darse cuenta. Se pasó la vida mostrando a todo el mundo sus dotes para pasar a la historia, y a la hora de la verdad escribió unas memorias  que «hubieran podido ser una obra maestra de brillante venenosidad», pero «resultaron tan sólo una obra con la que un hombre frustrado pretendía superar sus sentimientos de fracaso». Se publicaron en 1923, cuando los dos amigos ya estaban pudriendo malvas.

Montesquiou importa por su relación con Proust, pero sobre todo porque es la vía de acceso a otro de los temas que más ponen a prueba la ecuanimidad de Painter. Tanto si habla de la madre como de la homosexualidad, podríamos decir que Painter se pasa de rosca con cierta frecuencia, sobre todo cuando las vincula: «Es de advertir que en sus relaciones homosexuales con hombres socialmente inferiores a él, debido a un esnobismo en sentido invertido —en todos los aspectos—, procuraba mancillar la imagen de la madre muerta» (108). De hecho, para Painter «la muerte de su madre le había abierto las puertas de Sodoma» (111), como si antes no estuviesen ya de par en par. A veces Painter se agarra a casualidades rocambolescas, como cuando cuenta el caso del joven Blarenberghe, con quien Proust trabó contacto poco antes de que el joven matase a su madre, un relato tan siniestro que casi es cómico pero que a Painter le parece una prueba real de lo que también a Proust le sucedía, la necesidad de eliminar la figura materna. Y eso que el autor reconoce que quizá Proust siempre fue un asiduo cliente de burdeles homosexuales (eso que Murat cuenta como si lo hubiera descubierto ella), y cuenta con tono sombrío cómo el escritor fue capaz de amueblar el prostíbulo de Albert con los muebles heredados de sus padres, algo necesario para el escritor porque «Albert me proporciona la información que necesito» (414). Algo parecido sucede con el caso Eulenburg, sobre el círculo de homosexuales que rodeaba al emperador alemán Guillermo II, «una de las primeras causas menores e indirectas de la Primera Guerra Mundial» (170), nada menos, comparable con la pasión y muerte de Oscar Wilde y, según algún crítico exagerado (Vigneron), origen de À la recherche. Y todo ello en medio de la aparente repulsa de Proust a esa «raza maldita», al amparo de cuyos más sórdidos ambientes, según el inflexible Painter, «hacía experimentos con la maldad (…) y probaba si era capaz de vivir rodeado de maldad sin quedar contaminado» (413). La guinda de esta inclinación hacia el sadismo la pone el célebre episodio de las ratas, del que Painter nos da pelos y señales…

Otros aspectos de la sexualidad de Proust llegaban a sorprenderle incluso a él mismo, como el hecho de reencontrarse, allá por 1908, en Cabourg (más o menos el trasunto de Balbec) con ciertos placeres perdidos: «Como si la vida no fuera ya bastante complicada de por sí, ahora resula que las muchachas son los únicos seres hacia los que tengo tendencia» (186). En esta época Proust llegó a pensar incluso en el matrimonio, pero nada de eso fue más allá de la curiosidad y la aventura ante la aparición del que parece haber sido el gran amor de su vida, Agostinelli, «el joven mecánico», «honrado y afable muchacho» (145) con el que mantuvo relaciones durante siete años, al que vio y dejó de ver (desapareció en 1908 y reapareció en 1913, a pedir trabajo) cuando el joven se volvía a Mónaco con su mujer, y cuando Proust lo tuvo viajó a la velocidad de los primeros vehículos por los territorios de su novela, como haría en el papel con Albertine, de quien, junto con la misteriosa «muchacha de Caubourg», Painter dice que Agostinelli fue modelo, no solo como compañero de andanzas mecánicas sino como prisionero, e incluso algo más: «À la Recherche es una obra con carácter sagrado, en curtud de dos sacrificios humanos, es decir, la muerte de madame Proust y la de Agostinelli, de las que Marcel Proust fue, en parte, mental y materialmente responsable» (326). Esta afirmación no deja de ser una forma gratuita de atar cabos hipotéticos, pero sirve de preámbulo al impactante relato de la muerte de Agostinelli, víctima, más que de Proust, de su propio afán de progreso y aventura, mientras hacía prácticas de vuelo sobre el mar: «Los horrorizados espectadores en tierra vieron que el joven aprendiz de piloto, puesto en pie en la cabina del aparato que se hundía rápidamente en las aguas, agitaba los brazos en petición de auxilio. Agostinelli no sabía nadar» (331). El duelo de Proust se tradujo, al parecer, en una colosal ampliación de Le Côté de Guermantes, que pasó de tener 72000 palabras a 235000, lo que, según Painter, es «un monumento» a la memoria de Agostinelli.

Pero en su novela Proust también trataba la homosexualidad femenina, los celos que puede producir quien no elige a otro sino una forma distinta de relacionarse, quien no cambia de persona sino de actitud. Proust había conocido mujeres homosexuales, desde luego, aunque quedó fascinado con lo que podría llamarse «el club de Safó», un grupo de escritoras y artistas, muy en la onda de Bloomsbury, entre las que destacaba Natalie Barnie, quien, según Painter, se merece «un lugar entre las grandes escritoras de su tiempo» (506). Pero Barnie se encontraba lejos de Proust. Ella hablaba de églogas prerrafaelitas mientras Proust le sacaba unta al verso de Vigni: «La femme aura Gomorrhe et l’homme aura Sodome». Barnie consideraba a Albertine y sus amigas «más irreales que encantadoras». Painter, en este punto, defiende a Proust alegando que lo suyo no es ignorancia sobre las relaciones lésbicas sino «un esencial símbolo del misterio del amor y de los celos», una justificación sospechosamente parecida a la que esgrime Murat en Proust, novela familiar, y eso que ella se declara homosexual.

Pero ya decíamos que, así como el primer volumen de esta biografía se centra en la búsqueda de personajes, por así decir, el segundo está ocupado por la redacción de la novela, por más que a partir de cierto punto la propia vida de Proust mientras corregía las pruebas de los libros servía para ampliarlos. El proceso es muy largo. En 1903 ya se había empezado a alejar del estilo de Ruskin, «un profeta, un guía y un padre» (24), en este caso literario, del que se tuvo que deshacer. Su traducción de La Bliblia de Amiens había servido para confirmar «la reputación de aficionado, de escritor de salón», y colocarlo en la, entonces, algo reaccionaria y exquisita postura de quien se manifestaba a favor de que continuara el culto en las catedrales. Se había entregado a Ruskin durante cinco años, desde que abandonara Jean Santeuil, hasta que, allá por su ensayo Sur la lecture vino a declarar la independencia respecto del esteta inglés. Se acordaría de él mucho después, en plena Guerra Mundial, cuando los alemanes se afanaron en bombardear los sagrados lugares ruskinianos: Amiens, Laon, Rheims, Senlis…, por los que Proust había peregrinado con fervor más que artístico y literario.

La biografía deslumbra en este sentido por el encaje de bolillos que practica Painter para ordenar las distintas redacciones de la heptalogía, ese jaleo de cambios de orden, ampliaciones desmesuradas, correcciones inacabables, caligrafía desesperante y al añadido señorial de ir tirando al suelo los papeles que escribía tumbado en la cama para que un criado los fuera recogiendo y ordenando como pudiera… «He escrito un libro totalmente nuevo sobre las pruebas», llegó a decir (303). Esta parte es admirable, así como el fino olfato para detectar qué parodias influyeron en el estilo que luego traslado a En busca del tiempo perdido, por ejemplo las de Balzac, en quien, aparte del método de ir sacando y metiendo personajes en novelas diferentes, encontró un modo de describir «las sinfónicas complejidades de un hecho social» (164), o el rastreo de su evolución en textos como Contra Saint Beuve y en los diferentes borradores hasta que en julio de 1909 empezó una novela que había ya intentado escribir dos veces y que ha había vivido, o en las lecturas en las que Proust encontró el tono en el que quería pensar mientras la escribía. A Mme. Scheikévith, además de hablarle de «la ignorancia de las gentes de la alta sociedad» (284), le confiesa que adoraba a Dostoievski, quizá —pensaría Painter— por el tratamiento de la culpa en el que insistió el maestro de San Petersburgo. O, por ejemplo, cuando en Le Temps Retrouvé «evoca a Chateaubriand (…) por ser el predecesor de la memoria inconsciente; y también recuerda a Saint-Simon, cuando el narrador decide escribir 'las Mémoires del Saint-Simon de otra época'» (194).

Pero el gran asunto crítico de la novela sigue siendo en qué medida se trata de una obra de «imaginación creadora», que es como siempre la consideró Proust, y hasta qué punto podía Proust «evitar que los críticos y lectores superficiales cometieran el error de considerarla un roman à clef» (200), y eso que disentía de Saint-Beuve cuando este dijo que la obra de un escritor es inseparable de su personalidad, que no es posible la distancia necesaria para crear una obra de arte. El norteamericano Berry, con quien Proust trabó buena amistad, metió el dedo en la llaga cuando citó delante del escritor la frase de Remy de Gourmont: «Uno tan sólo escribe bien acerca de aquellas realidades que no ha vivido», algo con lo que Proust, al menos en apariencia, no podía sino estar de acuerdo: «Esa es la base de toda mi novela» (352). La distancia es, pues, el meollo de cualquier interpretación de Proust, así como «ese flujo subterráneo» (Umbral) que desparramó la novela más allá de lo previsto, porque conviene recordar que en un principio fue concebida para publicarla en forma de folletón, pero su extensión ingobernable y lo escabroso de algunos episodios le quitaron la intención de la cabeza. Aun así, sobre todo al principio, seguía adelante animado por el entusiasmo de amigos como Reynaldo Hahn cuando leían las primeras redacciones, y se desanimaba cuando leía obras como La bienamada, de Thomas Hardy, que leyó en 1910 y donde encontró algo muy parecido a lo que él estaba escribiendo, el hombre que se enamora de tres generaciones de mujeres, abuela, madre e hija, en su caso Odette, Gilberte y Mlle. de Saint-Loup, y la calidad de lo que leía le daba ganas de abandonar. Pero Proust iba a lo suyo, y su meta la resume Painter con bastante nitidez:


«La memoria voluntaria, al ser función de la inteligencia y del sentido de la vista, tan sólo puede proporcionarnos la engañosa superficie del pasado, pero, en cambio, un aroma o un gusto involuntariamente recobrados hacen revivir en nosotros su inmortal esencia; el libro es una secuencia de recuerdos inconscientes; el artista debe buscar solamente en los recuerdos involuntarios los materiales de su obra; y el estilo no es una cuestión de técnica, sino de visión» (291)


Pero los recuerdos sensitivos dieron paso a la propia vida tras las muertes de Agostinelli y de su viejo amigo Fenelon. En Le Côte de Guermantes abundan más que en cualquier otra sección de la novela las alusiones a hechos de la vida privada del autor correspondientes al período de corrección de pruebas. Llegó al extremo de adjudicar sus propios padecimientos a los personajes: «Ahora que estoy en el mismo estado que Bergotte», le dijo a su asistenta Céleste, «quiero añadir algunas notas al relato de su muerte»(558). Proust pasaba meses y meses sin salir de la habitación, o se limitaba a acercarse al Ritz para que le dieran de comer y husmear algún detalle que incluir en su novela, hasta que en 1918, con el capítulo sobre la guerra de Le Temps Retrouvé, añadió el último fragmento importante de la novela.

Pocos episodios hay en la vida de Proust que no resulten novelescos, lo que complica todavía más la discusión sobre si la novela es o no una obra de creación, en la medida en que su propia vida se rigió más por patrones literarios que vitales. El de la edición, cómo no, compone una novela aparte. Desde que un joven Gallimard quedó deslumbrado por la memoria de nombres propios de Proust hasta que, poco antes de morir, se convirtió, por fin, en una gloria literaria, el escritor pasó por todas las etapas de una novela sobre cómo alcanzar la fama. En Le Figaro desestimaron la publicación por entregas por la densidad de la prosa y la escasez de la acción. También lo intentó en una revista, pero la hipertrofia del manuscrito lo hizo desistir. La Nouvelle Revue Fran-çaise, con Gide a la cabeza, rechazó la novela. El propio Gide la arrojó (otra vez Umbral) cuando leyó aquello de «las vértebras de la frente», y la sirvienta Céleste repitió el tópico (quizá lo inauguró) de que las cintas con las que había sellado el manuscrito seguían sin abrir cuando se lo devolvieron. Otro editor, Humboldt, que hoy haría carrera, se excusó con sinceridad: «Por mucho que me esfuerce, no puedo comprender que un tipo necesite treinta páginas para describir las vueltas que da en la cama, antes de caer dormido» (296). Y en este calvario no podía faltar una coda de ironía. Grasset, quien finalmente decidió publicarla, lo hizo sin molestarse en leerla, pero poco tardó en darse cuenta de que había dado en el clavo. Los críticos (la mayoría, todo hay que decirlo, amigos de Proust, como Lucien Daudet o Cocteau) ensalzaron la novela como el advenimiento de una gran obra maestra, e incluso los que no hablaron bien de ella, caso del crítico Sonday, atrajeron todavía más lectores, hasta el punto de creer que habían sido sus descubridores. No ganó el Goncourt, ese premio que tradicionalmente ganan escritores mediocres, con Por el camino de Swann, el año en el que también se presentó El gran Maulnes, pero sí con A la sombra de las muchachas en flor, lo que redobló el éxito de Swann, que, en contra de lo que dice la tradición, nunca fue un fracaso editorial. Gide y sus colegas de la NRF se dieron cuenta de su colosal metedura de pata, «las escamas cayeron de sus ojos» (318), pidieron perdón a Proust, le doraron la píldora de todas las formas posibles y finalmente lograron birlárselo a Grasset, que se portó mejor con Proust que Proust con él. 

Painter da muchos datos y cifras sobre el éxito de la novela, pero basta con que anotemos dos detalles: uno es que el viejo Henry James «la devoró», y, según Edith Warthon, descubrió en ella —en el primer volumen— «una nueva visión y un nuevo arte de novelar» (390); no dice Painter si la leyó en francés o en la gran traducción de Scott-Moncrieff, que a Proust no le gustó, sencillamente porque no la entendía. El otro detalle es que la NRF contrató al joven André Breton para corregir las erratas, trabajo que hizo muy mal pero que compensó divulgando la obra de Proust entre los jóvenes dadaístas que por entonces él pastoreaba.

Intoxicado de gloria y de veronal, forrado de corcho y de piropos, estragado por el asma y por la literatura, Marcel Proust murió anotando en letra ya ilegible, enferma y sin pulso, las últimas correcciones de su obra, los últimos detalles de la muerte. Desde que muriera su madre, su cuerpo estaba habitado por un fantasma que le dictaba una de las obras más estimulantes, más famosas y menos leídas de la literatura universal. Pero su gloria es así: también todo el mundo quería tener a Proust en su salón, y pocos escucharlo mucho rato.


George D. Painter, Marcel Proust 2. Biografía 1904-1922, Alianza Lumen, 1972, 619 p.



5.5.25

La imaginación y el recuerdo, 1


Debo agradecer al ensayo autobiográfico de Laure Murat el haberme decidido a emprender otra lectura largamente postergada, la biografía de Marcel Proust de George Painter, en una edición del año 72 que debí de comprar a principios de los 80, cuando empezaba yo a leer en los bancos del parque la traducción de Por el camino de Swann de Pedro Salinas. Han tenido que pasar varias décadas y todos los tomos de En busca del tiempo perdido, algunos varias veces, para que me pusiese con el Painter, la biografía canónica, al menos hasta que apareció la de Diesbach.
    El edificio de Painter, las 1127 páginas entre los dos volúmenes, se construye sobre la base de que toda la obra de Proust es una versión mejorada, como diría Umbral, de su propia vida, y de que no hay personaje en las siete novelas de À la recherche ni en sus proyectos narrativos previos, algunos abandonados como Jean Santeuil, que no se correspondan con personas de carne y hueso que pasaron por la vida de Proust, casi siempre como resultado de combinar rasgos y caracteres de distintos individuos. Así, la vida de Proust es el permanente pajareo por el Faubourg Sant-Germain, la alta sociedad parisina, de un joven enmadrado, enfermizo y derrochador, que tuvo que cargar con el sambenito de parvenu, de snob, y de quien su propio padre, el doctor Proust (famoso por haber luchado para que el cólera no se adueñara de Europa a finales del XIX) «nunca pudo comprender la pasión de Marcel por la vida en sociedad, ni la pasión de los círculos sociales por Marcel» (p. 504).

Painter dedica prácticamente todo el primer volumen a desenmarañar esos referentes reales de sus personajes, un trabajo de investigación tan deslumbrante como sorprendente, porque resulta difícil de imaginar que todos los conocidos de Proust tuvieran su sitio en la novela o que ningún personaje fuera simple ficción. La «memoria involuntaria» a la que tantas veces hace referencia nos suele remitir a episodios impenetrables hasta para uno mismo… Pero es el método de trabajo de Painter, la tesis de la que parte, del mismo modo que fundamenta su análisis del carácter de Proust en la morbosa relación que tuvo con su madre, «hipersensible y excesivamente amante» (44), de la que Proust llegó a creer, «no sin cierto resentimiento», que «le amaba más intensamente cuando estaba enfermo» (26). El hecho de que Proust tratara de reproducir en sus relaciones sociales ese tipo de vínculos insanos que le unían a su madre lo hizo sufrir más de la cuenta, como si el beso que su madre no le da al principio del ciclo novelesco fuera el trauma que guiara su existencia hasta el final. Esta biografía se publicó en 1957, y las explicaciones freudianas, por más que con frecuencia Painter las mencione con ironía, no dejan de sustentar sus argumentos, por ejemplo para explicar su temprana atracción por mujeres mucho mayores que él o la complicada relación que mantuvo con su padre, un hombre tolerante que sin embargo tenía la sensación de que el verdadero problema de Marcel era «la falta de fuerza de voluntad» (82), y que tomó la decisión de mandarlo al ejército, a ver si se despabilaba, con el curioso resultado de que Proust se sintió en la gloria entre literas y uniformes, pero no recondujo su disipada vida, hasta el punto de que, para poner freno a sus despilfarros, le impuso una asignación fija «¡a los treinta y un años de edad!» (468), lo que produjo a Marcel una vergüenza infinita, además de incontenibles celos por la generosidad que sus padres le seguían prodigando a su hermano Robert. Quizá producto de ese resentimiento, Proust trataba a la profesión médica con tanta admiración como desprecio, lo que se pondrá de manifiesto, sobre todo, en el segundo volumen de la biografía, cuando Proust se convierte en un enfermo profesional y la muerte de su madre marca el final de su vida de recogida de materiales, digámoslo así, para ponerse a buscar, metido en la cama, su Tiempo Perdido. Painter termina este primer volumen con la muerte del padre y comenzará el segundo con el final de la madre, pero, así como la muerte de la madre está narrada desde el morbo freudiano, aquí dedica al padre un epitafio contundente: «Los dos desilusionaron a sus respectivos padres, y los dos alcanzaron la fama muchos años después de la muerte de sus progenitores; cada uno de ellos dedicó su vida a una gran empresa, y cada uno murió en el momento en que acababa de darle cima» (505).

Pero el grueso del volumen, como decíamos, está dedicado a la identificación de personajes. La alta sociedad parisina no parece haber estado tan cerrada como quizá uno pueda pensar leyendo a Proust, sino «siempre abierta a quienes poseyeran talento» (112), como sin duda era el caso, por más que entre los grandes salones menudearan los zopencos, si bien, claro, eran zopencos de alta cuna. Y no era como para sentirse orgulloso ser considerado un escritor de la alta sociedad, y mucho menos un esnob, pero eso es lo que para todos aquellos círculos fue Proust hasta poco antes de morir, aunque sigue sin quedar claro «por qué el novelista los frecuentó, y por qué un joven burgués, oscuro y medio judío, fue admitido en ellos» (263). Quizá todo era por «demostrarse a sí mismo que no era un paria» (264), aunque su actitud, por ejemplo, en el caso Dreyfus, fuera muy gallarda y nada servil: se decantó desde primera hora con el militar judío falsamente acusado (y condenado) en contra de la postura de las damas que tanto frecuentaba, y eligió «la facción de los judíos y los intelectuales progresistas». Aun así, Proust tuvo que soportar que se lo obviara en algún manifiesto que otro de apoyo a Dreyfus, y que, cuando la injusticia empezó a ponerse al descubierto, un batallón de oportunistas se subieran al carro. 

Este juego de identificaciones parte de los propios lugares. A veces los retocaba un poco por razones de simple eufonía (Méséglise en vez de la real Méréglise), pero tampoco modificaba tanto como para que, por ejemplo, no resulte evidente que «el verdero paisaje de Illiers se parezca tanto al mítico, inventado y universal paisaje de Combray» (70), el paisaje «de un sueño infantil». La identificación ya llega a lo fotográfico cuando se trata de vagar por los salones de París siguiendo la pista a sus más o menos sinceros amoríos: Jeanne Pouquet, Mme. Straus, Laure Hayman, la condesa de Chevigné o Marie Finaly. Después de la Chevigné, Marcel no volvió a enamorarse de una mujer mayor que él, y después de Finaly, pasaron muchos años hasta que se enamorara, es un decir, de una mujer joven. Con Pouquet, pareja de su amigo Gastón, los amores terminaron por falta de interés. Hayman, veinte años mayor que Proust, cuenta, como Léonie Closmesmil y alguna que otra más, entre los modelos de Odette de Crecy, pero «inteligente, con buen sentido, ingeniosa y culta». La Chevigné y la condesa Greffulhe sirvieron de modelo para la duquesa de Guermantes, y la Greffulhe, que «llevaba un tocado de cattleyas de color malva» (231) la primera vez que Proust la vio, también para la princesa. De la Chevigné, Proust sacó el color de ojos y de pelo, la ronquera de la voz, el ingenio, el modo de vestir y el apasionamiento del narrador por ella; de la Greffulhe, la posición social, las relaciones con el bobo de su marido, primo de Montesquiou (modelo, a su vez, de Charlus). El caso de Chevigné todavía es más curioso por dar más idea de la endogamia de la historia. Esta mujer contaba entre sus antepasados no solo con el marqués de Sade, de cuyo parentesco, al parecer, se sentía muy orgullosa, sino de la mismísima Laura, la dedicataria del Cancionero de Petrarca. 

De Mme. Lemaire, según Painter, surgió Mme. de Villeparisis,  que también está inspirada en la condesa Sophie de Beaulaincourt, el tipo de mujer que «poco a poco y con grandes esfuerzos recupera la posición social que los excesos cometidos en su juventud le habían hecho perder»; pero más aún Mme. Verdurin, cuyo modelo principal, no obstante, era Mme. Aubernon, aunque también haya que contar con Mme Hochon.… Y Albertine, por su parte, estaría inspirada en Marie Finaly, con quien Proust también tuvo sus escarceos durante un verano en la costa de Normandía y un invierno en París, todo demasiado simétrico entre la realidad y la ficción, y eso que solo hablamos de la alta sociedad, porque hasta las sirvientas, empezando por Ernestine, «quedaron fundidas en la figura de Françoise; y su ama quedó convertida, sin apenas modificaciones, en tía Léonie» (47).

Por lo que a los personajes masculinos atañe, la madeja no está tan liada. El real Montesquiou, que debió de cundir mucho, fue modelo de dos importantes personajes, no solo del barón de Charlus en la obra de Proust, sino del exquisito y misántropo Des Essentes del A rebours de Huysmans. Incluso parece que lo de engastar joyas en el caparazón de una tortuga ya lo había hecho Montesquiou, que por supuesto se cargó al pobre quelonio. Pero, volviendo a Proust, el Charlus de la novela parece inspirarse no solo en Montesquiou sino en el aparatoso Doasan, que exhibía sus relaciones con un joven violinista polaco, mientras que Montesquiou era más discreto en sus amoríos con el pianista Delafosse, «uno de los principales modelos de Morel» (230), quien tanto hizo sufrir a Charlus, cuya homosexualidad debió de ser exclusiva, porque una vez se acostó con la actriz Sarah Bernhardt y «pasó una semana vomitando» (208).

Los modelos de Swann, según Painter, fueron Emile Straus y Charles Haas, amante también del escritor. Proust suele dar pistas porque junto al nombre ficticio a menudo coloca un detalle que lo vincula con el verdadero, en este caso un sombrero que, nos dice el narrador, solo fabrican para Swann y para Haas. Y en cuanto a Saint-Loup, en fin, la cosa se complica hasta el refinamiento. Para Painter, Proust casó a Saint-Loup con Gilbert «debido, en parte, a que uno de los modelos de Saint-Loup casó, en la vida real, con uno de los modelos de Gilberte» (74), pero lo creó antes incluso de conocer a quienes serían sus modelos, un grupo de amigos aristócratas entre los que figuran Gabriel de La Rochefoucauld, Antoine Bibesco y Bertrand de Fenelon, con quien tuvo relaciones de distinta intensidad y celos de diferentes clases, tormentosos con el lenguaraz y cruel Bibesco y más distantes con el acaparador Fenelon, y eso que se pasaba el tiempo en tierras exóticas. A este Fenelon atribuye Painter el «descenso a Sodoma» de Saint-Loup y su «redención al morir en el frente de guerra» (471). Algunos pasajes con estos alegres muchachos son particularmente divertidos, por ejemplo el calamitoso estreno de Proust como cliente de un lupanar: «las muchachas no eran tan atractivas como él había esperado, y la calefacción central todavía dejaba más que desear; fue preciso revolver el establecimiento de arriba abajo para encontrar botellas de agua caliente y más mantas para tan friolero cliente» (455).

Expresiones como «descenso» y «redención» dan idea del tratamiento que, sin salirse de los hechos (y con criterios científicos, como asegura en la introducción), Painter da al tema de las inclinaciones sexuales de Proust, quien, según él, «estaba condenado a la homosexualidad (…) si no en virtud de una predisposición innata, sí por las tensiones sufridas en su primera infancia» (91). Es el único asunto en el que Painter no deja de cargar las tintas. Con frecuencia habla de la «perversión sexual» de Proust, o de que sus fracasos heterosexuales eran deliberados cortes con todo aquello que no lo dirigiese hacia su propio sexo. Painter pasa revista a sus primeros amores, de 1894, con Robert de Billy, y más tarde con Edgar Aubert, Willie Heath o Reynaldo Hahn, con quien duró dieciocho meses, hasta que fue sustituido por Lucien Daudet, hijo del célebre escritor. Aunque resulta ciertamente revelador el tono en el que habla, por ejemplo de Oscar Wilde, que también en 1894 visitó París «por última vez antes de la condena, por él mismo buscada…» (267), e incluso apunta que en Charlie Morel, que lleva loco a Charlus, hay algo del «peligroso y apuesto» Lord Alfred Douglas. Especialmente sarcástico se muestra Painter con otros famosos saturnianos como Jean Lorrain, un sujeto repulsivo al que Proust retó a duelo por decir era «uno de estos niños bonitos de la alta sociedad que han logrado quedar embarazados de literatura». Fue un duelo a pistola, de los muchos que había entonces y que nunca teñían de sangre el río.

Pero cuando Painter moja su pluma en tinteros melodramáticos que poco se avienen con la investigación meticulosa es en el momento de interpretar su relación con Reynaldo Hahn (276), hasta la que Proust, que había tenido devaneos con mujeres, «todavía podía considerarse como un ser básicamente normal», pero a partir de la que ya  era «uno de los exiliados, desperdigados, forajidos ciudadanos de Sodoma, un miembro de una raza todavía más trágica y despreciada que la judía», y poco le separaba de «la estirpe de Doasan y su violinista polaco, de Montesquiou y Delafosse, de Wilde y Lord Alfred», aunque lo peor, como siempre, le esperaba en casa, «obligado a realizar un constante esfuerzo, durante toda su vida, para esconder a su madre su verdadero modo de ser». Quizá por eso, apunta Painter (y el inicio del segundo volumen termina de explicarlo) «Proust escribió una narración en la que mataba a su madre y luego se suicidaba, cual si esta fuese la única solución a su dilema». El libro, insistamos, se escribió en 1957, pero la pluma de Proust, en el más amplio sentido de la palabra, no creemos que pudiera sorprender tan trágicamente a su querida madre.

El libro, por lo demás, ahonda en el largo y agotador camino que le llevó hasta su gran obra, desde sus preferencias literarias (Verlaine antes incluso de ser simbolista, o Lecont de Lisle «el más grande de los parnasianos»), o musicales (Wagner ante todo, pero también Fauré, Saint-Saëns o un entonces poco conocido Debussy). Varias veces aparece Middlemarch, bien porque se lo pidiera a su madre en su retiro de Fontainebleau (306) o porque él mismo se sintiera como Casaubon, entregado a una obra que se sentía incapaz de terminar. En sus principios, Proust trató y se vio influenciado por Anatole France, entonces en la cima del éxito, de quien, según Painter, tomó «la irrealidad del mundo fenomenológico, el de la poética naturaleza del pasado, en el cual se esconde una única realidad verdadera, el de la imposibilidad de conocer a otra persona, el del constante proceso de alteraciones en el propio ser, sentimientos y recuerdos, el de su pesimismo…» (121). France, por su parte, ejerció su influencia personal para que Proust encontrara editor, e incluso, sin mostrar demasiado ojo clínico, pensó en él como candidato para casarse con su hija Suzanne. 

Y así el personaje de Bergotte es una mezcla de Anatole France, por su relevancia social, y de John Ruskin, su principal modelo, al que, con la ayuda de su gran amiga Nordlinger y de su madre, que sí sabían inglés, se ocupó de traducir, y con el que compartía una estética que nos recuerda a la del medium de la literatura clásica: «el poeta era una especie de escribano que, siguiendo el dictado de la naturaleza, hacía constar una parte más o menos importante del secreto de esta; y el primordial deber del artista es no añadir nada suyo al divino mensaje». Su influencia, ya presente en Jean Santeuil —cuya trama se basa en la vida de Proust hasta 1895, es decir, el que utilizó en la primera mitad de su heptalogía—, tiene que ver con la típica especulación del sentimiento que cobra cuerpo en À la recherche, por ejemplo cuando el protagonista habla de Marie, que luego sería Gilberte: «Medía el placer de contemplarla con la medida inmensa de su deseo de verla, y de su dolor al despedirse de ella; y, en realidad, muy poco era el placer que experimentaba merced a su presencia real» (89). Del mismo modo, Los placeres y los días son «depósitos que contienen el Tiempo Perdido» (298), una «inmensa cuba de la que, tras larga fermentación, saldrán los personajes de En busca del tiempo perdido» (298). Jean Santeuil fue una gran novela fallida, un enorme esfuerzo baldío, un desperdicio de «casi trescientas mil palabras» (383). Pero en ella divisó lo que sería, al cabo, su gran obra, una novela «en la que escriba únicamente sobre el pasado resucitado por un olor o una visión» (390), y con ella recorrió los «dos falsos caminos», los «Nombres de personas» y los «Nombres de lugares», que «representan, el primero, la carrera de Proust para ser aceptado en la alta sociedad, y el segundo, su periplo siguiendo los pasos de Ruskin» (425). En todo caso, casi nos sirve de consuelo pensar que si Jean Santeuil le hubiera salido bien, muy probablemente Proust se hubiera dado por satisfecho hasta el punto de no escribir aquello de «Durante años me acosté temprano», que es a lo que Painter dedicará el segundo volumen de su biografía.


George D. Painter, Marcel Proust 1. Biografía 1871-1903, Alianza-Lumen, 1972, 509 p.

26.4.25

Consuelos de Proust


Prolifera un tipo de ensayo últimamente que mezcla el tema del libro con la vida personal del autor, desplegados ambos en fragmentos de a veces cuestionable coherencia y con la gratuita inclinación a narrarlo todo: en vez de aportar un simple dato sobre el tema del que se trata, contar que una mañana el autor se levantó de la cama y se desplazó a tal biblioteca y mientras se estaba tomando un café vio que… 
Un ejemplo casi paradigmático de esta tendencia, que no sé por qué razón la editorial Anagrama incluye en una colección de narrativa y no de ensayo, es el libro de Laure Murat sobre sus vínculos con la obra de Proust. Bien es cierto que Proust da siempre mucho de sí, sobre todo ganas de escribir: su manera de ver el mundo es un lenguaje que rehabilita la conciencia que el lector tiene de su propia vida, ya sea para recordarla (para escucharla) o para reproducirla. Proust es una lengua y una forma de conocimiento para cualquiera que se haya aficionado a leerlo, y todavía más si, como es el caso, la autora procede de una familia aristocrática varios de cuyos miembros aparecen mencionados —bien que muy someramente— en las páginas de En busca del tiempo perdido. Murat lo resume así:


Por muy tenues que sean, los poquitos hilos de telaraña tejidos entre Proust y mi familia, ya sean los Murat o los Luynes, dibujan un universo que incluye la mayor parte de los ingredientes de la sociedad aristocrática de la belle époque descrita en la heptalogía: los matrimonios por dinero, las tensiones entre la nobleza del Antiguo Régimen y la nobleza del Imperio, los cruces con la «sangre judía», los rodeos clandestinos por Sodoma…


Ello le da pie a ir alternando capítulos sobre la obra de Proust y otros sobre las andanzas de su familia: la altiva rigidez de su madre, una de esas aristócratas convencidas de que educar a unos hijos consistía en mantenerlos alejados de sus padres y con la que, por consiguiente, nunca tuvo verdadera relación, o el cariño inextinguible hacia su indolente padre, gran lector de Proust, eso sí, que inculcó a la autora el amor por la literatura y tal y cual. O bien, claro está, la infancia intolerable en un colegio de élite, del que la autora no veía el día de escapar, donde fue mala estudiante y sufrió todo tipo de inhibiciones, lo que no impidió que al final la vida y su inteligencia (en absoluto la clase a la que pertenecía, por supuesto) le llevaron a formar parte de otro tipo de élite, el de la aristocracia universitaria norteamericana. 

Ni el padre ni la madre tienen más que ver con la obra de Proust que el hecho de que él la leyera. Son otros antepasados los que aparecen por allí de refilón, lo suficiente como para que la autora nos hable de un castillo en un ejercicio descriptivo suntuoso, a lo Vita Sackville-West, o para que dedique algún que otro capítulo a esas indagaciones de novela negra en un archivo policial para desentrañar lo que todo el mundo sabe: que Proust visitaba los burdeles y que, por más que él siempre lo negara, algunos eran de ambiente homosexual. Y todo para insistir en dos argumentos: que la obra de Proust es una crítica inmisericorde a la aristocracia ya boqueante de entresiglos, a la que acusa, sobre todo, de vulgar, y que Proust consiguió una especie de redención literaria de la figura del homosexual, y eso que  «las dos ciudades malditas [Sodoma y Gomorra] quedan, cuando menos, bastante mal paradas, dado que las teorías de Proust sobre la inversión sexual resultan hoy, en muchos aspectos, cuestionables y conservadoras». Pero poco importa que los juicios al respecto en la novela sean casi invariablemente homófobos, porque «Proust cambia radicalmente el régimen del sujeto minoritario, liberándolo de su condición particular para meterlo en la universalidad». De modo que las dos ramas de este ensayo, las vinculaciones de la autora, a través de su familia, con la detestable aristocracia, y la denodada lucha por reafirmar su identidad sexual, que explicita orgullosa en las primeras páginas del libro, se unen en una doble conquista: «Leer En busca del tiempo perdido me liberó de las falsas apariencias asociadas a la aristocracia de mis orígenes, me configuró como sujeto al desplegar el significado de las escenificaciones asociadas a la homosexualidad y, por encima de todo, me abrió a la realidad». 

Esta «forma de crear autoficción a través de la lectura», sobre todo si está bien escrita, como es el caso, resulta curiosa siempre y cuando uno no vaya buscando saber más sobre Proust o encontrar análisis brillantes de su obra. De hecho el capítulo que más me ha interesado es un comentario de texto de un pasaje muy famoso: el momento en que Charles Swann comunica a la señora de Guermantes que tiene una enfermedad terminal. Aparte de una larguísima cita de dos páginas, la autora se fija en el juego de la muerte y los zapatos, en cómo la señora no tiene tiempo de pararse a consolar a Charles porque llega tarde a una fiesta pero sí de volverse a casa para cambiarse los zapatos porque llevaba unos negros que no pegan con el vestido rojo y tiene que calzarse otros del mismo color, como los papas elegantes… Lo que Murat no dice, y merecería la pena, es que la anécdota de los zapatos rojos le ocurrió en realidad a Mme. Straus, según nos cuenta Painter. Y fue el propio Marcel Proust el encargado de ir a por los zapatos entonces y el que después, al escribir, usaría la escena para cebarse en la mala entraña de la Guermantes y su estúpido marido. En todo caso es un ejemplo de cómo en la buena literatura los detalles nos explican el fondo de los personajes, uno de los muchos que hay en Proust… Claro que estos detalles se organizan en fragmentos, en estratos, en imágenes caleidoscópicas que de paso sirven como justificación literaria del ensayo, porque «el conocimiento objetivo solo se puede adquirir aprehendiendo sucesivas facetas», por más que solo autores como Proust sean capaces de «condensar todo el universo en una taza de té…». La magdalena no la nombra, habría sido un rasgo de vulgaridad.

El capítulo más hermoso del libro, sin duda, es el dedicado al Proust sanador, a su eficacia como refugio de lectores, sean o no aristócratas, se sientan o no repudiados por una sociedad que no los entiende. Al margen de la idea que nos hagamos del narrador, Proust nos ofrece un mundo en el que habitar a salvo de las muchas amarguras de la vida. Igual que él se enclaustró en una habitación forrada de corcho para ir estirando su pésima salud, sus lectores nos encerramos en su obra para que los ruidos catastróficos de afuera no nos hagan bajar los brazos, dar nuestra existencia por irrelevante o hundirnos en la falta de ilusión. La realidad que nos propone Proust tiene algo de iluso, de injustificadamente esperanzado y de sencillamente falso, pero es lo que nos sirve de consuelo.  


Laure Murat, Proust, novela familiar, trad. María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego, Anagrama, 2025, 282 p.

24.4.25

Los robinsones troyanos


Eneida, I, 157-179 

Exhaustos los de Eneas, las costas más cercanas

luchan por alcanzar y enderezan el rumbo
a las playas de Libia. Hay en sitio apartado
una rada profunda: allí una isla forma
un puerto con el dique de sendos farallones,
las olas de altamar en ellos rompen todas
y al reflujo del agua se dividen en brazos.
Aquí y allá se alzan dos peñascos enormes
e idénticos escollos amenazan el cielo, 
a los pies de su cúspide las aguas enmudecen,
en calma y a sus anchas; encima hay una umbría
de árboles temblones, y un negro bosque cierne 
su sombra pavorosa. Enfrente y por debajo
de rocas descolgadas se abre una espelunca;
por dentro hay agua dulce y tronos de roca viva,
morada de las ninfas. Allí, sin amarra ninguna,
las naves se retienen fatigadas, ni hay ancla
que con su corvo diente las deba sujetar.
Aquí fue donde Eneas entró con siete naves
que había reunido de la escuadra entera.
Los teucros desembarcan, llevados de ansia ciega
de tocar tierra, campan por la arena deseada 
y tienden en la playa sus miembros empapados 
por el agua con sal. Y así Acates, primero, 
chispas hace saltar del pedernal, y fuego
les prende a unas hojas y seco pábulo arrima
en torno, y avivó en la yesca una llama.
Entonces, agotados del esfuerzo, rescatan 
el trigo estropeado y las armas de Ceres, 
y disponen el grano que pudieron salvar 

para tostarlo al fuego y molerlo con la piedra.

20.4.25

Un cuento chino



El emperador de la China quería inmensamente a una única hija que tenía y, temeroso de darla en matrimonio a un hombre que la hiciese sufrir, ordenó a los mandarines que recorriesen el imperio y encontrasen al joven que tuviese el rostro de la perfecta santidad. Al fin, de entre todos los aspirantes que de las más apartadas regiones de la China fueron traídos a la corte, se eligió al que acabó siendo dado en matrimonio a la hija del emperador, a la que, no defraudando la elección, supo, en efecto, hacer siempre dichosa, viviendo con ella amorosa y santamente hasta el fin de sus días. Mas cuando estaba siendo amortajado y adornado para la sepultura, un cortesano notó junto a su sien, con la yema de los dedos, el borde de una delgadísima máscara de oro que cubría su rostro. «¡Ha prevaricado!», gritó el mandarín, al tiempo que arrancaba de un golpe la máscara, para hacer manifiesta la terrible y sacrílega impostura; pero cuál no sería el asombro y la admiración de todos los presentes al ver que el semblante que entonces se mostró a sus ojos tenía las facciones absolutamente idénticas a las de la máscara.


La de veces que habré contado este cuento en clase, cada una de un modo distinto, ampliando, resumiendo, ajustando el contenido al interés del auditorio, con más o menos aspavientos y más o menos voces impostadas, otras con el tono frío de un informe, o con el  soniquete cursi de un cuento infantil; tantas que, como les ocurre a los cuentistas con sus repertorios, me olvidé de dónde lo había sacado, hasta que hace un rato me lo he encontrado en un artículo de Ferlosio, ’Weg von hier, das ist mein Ziel', de 1981, que no sé ahora cuándo ni dónde lo leí, desde luego mucho antes de que se publicara el libro en el que me ha vuelto a salir.

Ya el cuento de por sí es modélico, la búsqueda del novio ideal, que es como buscar una aguja en todos los pajares chinos, y en vez de, como es típico, someter a examen a los candidatos y probar su astucia o su gallardía, seleccionarlo sin más dilación, de modo que el cuento casi empieza con el final que suele tener este tipo de historias, y es después del beso y la felicidad, después incluso de la muerte, cuando se descubre la superchería, que, como remate genial, resulta no ser tal sin dejar de serlo al mismo tiempo. Solo por ver la cara que se le quedaba a más de uno cuando en clase pronunciaba la palabra «¡idéntica!», ya merecía la pena contarlo. 

Pero luego, claro, y como siempre dependiendo del día y de la clientela, venían las preguntas, las que yo lanzaba y la que más de un alumno devolvía y yo guardaba. Porque lo principal era la máscara, que el príncipe se hubiera valido de una falsa identidad. Les explicaba que persona, en latín, significa máscara, como aquellas que llevaban los actores del teatro, porque no otra cosa es nuestra persona que la máscara que nos ponemos para ser nosotros mismos. El problema, en este caso, es que, si la máscara era idéntica a la cara que el príncipe en verdad tenía, ¿por qué la llevaba puesta?, o, dicho de otro modo, ¿lo habrían elegido para casarse con la princesa de no haberla llevado?, ¿habría resultado convincente de no fingir falsamente ser quien en efecto era?

Sólo con estos cabos ya casi se podía atar la clase entera, porque, a fin de cuentas, ¿quiénes somos? ¿No nos ponemos un uniforme que nos identifique cada mañana para salir de casa, por mucho que finjamos no ir uniformados? ¿No nos miramos al espejo y reconocemos al individuo que los demás queremos que vean, y que no tiene por qué ser el que nosotros sabemos que somos, si es que lo sabemos? Por esta vía de la especulación se podía llegar muy lejos, ciertamente, pero recuerdo el día (el momento, más bien, porque ya no sé en qué curso fue) en que un alumno, uno de esos zagales taciturnos y avispados que siempre parecen estar rumiando mientras los demás sueltan lo primero que les viene a la cabeza, tomó la palabra y me hizo la pregunta capital: ¿y si la máscara era de oro y era idéntica a la cara y el príncipe se murió de viejo, entonces la máscara fue también cambiando con el tiempo, se la cambiaba todos los años, o es que era tan fina que no se notaba, y entonces era como si fuera transparente, como si no fuera una máscara? No fueron justo esas sus palabras, por supuesto, ni tampoco las mías, todo lo recordamos como lo sentimos (recordar es traer de nuevo al corazón), pero sí la sustancia de sus objeciones, que desde luego ponían en solfa la verosimilitud del relato porque desnudaban, a su vez, el truco de la narración: no haber contado con el tiempo, o, peor todavía, dar por hecho que con la felicidad y el amor los novios habían conseguido también, si no la inmortalidad, sí al menos la inmarcesibilidad, la permanente juventud.

El profesor con cierto oficio no pierde el tiempo en resolver lo inmejorable, que en este caso era la intuición brillante del alumno; mucho más útil resulta exagerar incluso la grata sorpresa, fingir si es preciso que uno no había caído en ello, celebrar la astucia de la observación, sobre todo si el alumno no lo necesita o no lo va buscando a todas horas. «La máscara —debí de contestarle, con las palabras que fuera, después de los agasajos— crece con nosotros, es de oro pero no es maciza, se tersa, se arruga, engorda y adelgaza, nunca se separa del rostro y nunca deja de ser máscara, y nunca dejamos de ser nosotros. Pero sin ella estamos desnudos, no acabamos de ser quienes somos, y por eso la necesitamos». 

    Hablaría entonces el profesor que cada vez que entraba en clase se ajustaba la máscara de profesor, seguramente más parecida a su verdadero rostro que la imagen que podría dar sin ella, hasta ese punto el oficio es una forma más de actuación, y enseñar es un arte escénica, una forma de teatro, y el maestro se pasea por las tablas con sus falsos coturnos, pintados de purpurina, y cuenta cuentos chinos que no sé si sirven para aprender a aprender ni todas esas mandangas estúpidas que llenan últimamente los programas, pero sí que sirven para pensar, para imaginar, para ponerse también ellos la máscara del alumno que quieren ser mientras la clase continúe. Sólo por esos ojos muy abiertos, sólo por ese silencio vibrante cuando el cuento calaba y uno podía detener el tiempo, recrearse en la suerte, revivir la historia y disfrutar de estar haciendo disfrutar, sólo por esa gloriosa sensación de transmitir merece la pena haber salido de casa con una máscara durante tantos años. Cuando, al final, uno se la quita y la deja sobre la mesilla, no está claro que el rostro que ya queda para siempre sea más cierto que el otro, que el oro falso haya sido menos verdadero que la piel.

17.4.25

La fiel y bulliciosa 'ferlosía’


Cuando Miguel Primo de Rivera llamó a Valle-Inclán «eximio escritor y extravagante ciudadano», utilizaba los dos adjetivos en su sentido recto: el primero no es ambiguo, pero el segundo abarca demasiado, todo lo que sale de la norma, desde las opiniones y actitudes contrarias a la biempensante mayoría, a los tabúes y las tradiciones, hasta el carácter pintoresco que puede degenerar en la simple bufonada. En Vallé-Inclán la extravagancia era la estética de su genialidad, nunca al revés, pero después de la guerra, con él ya en los altares, el franquismo le dio la vuelta al orden de los adjetivos y contribuyó a jalear la extravagancia como síntoma de la poca seriedad que en el fondo demostraban los artistas, digamos, contestatarios. Este es el caldo rancio en el que se cocían las patochadas de Dalí, que el tiempo ha recolocado más cerca de los pintamonas que de los maestros de la pintura, o Cela, y ya lo siento, porque su escritura se sostenía y se sostiene por sí misma, sin necesidad de hacer el payaso como lo hacía.
Rafael Sánchez Ferlosio, eximio en sentido recto, quizá el que, directa o indirectamente, más haya influido en nuestra literatura del XX, y de los pocos sobre cuya obra no ha caído la pátina del tiempo para deslustrarla —que de eso se trata ser un clásico—, también lo fue como extravagante ciudadano, sin necesidad de payasadas de ninguna clase, pero al margen de costumbres y apariencias, de modas y de servidumbres, de serviles anuencias o decepcionantes filiaciones. Fue leal por mucho que algún beneficiario de su lealtad cayera en desgracia, y su prestigio literario e intelectual se sobrepuso al ambiente aristocrático en que se crio y al acomodado navegar en las alturas de la independencia en el que vivió a espaldas del franquismo asfixiante, con las cortinas echadas para que la grisalla general no enturbiara sus escritos, durante muchos años ni siquiera la mirada de los otros.

Después de leer la biografía de Carmen Martín Gaite casi era una cuestión de inercia leer la que J. Benito Fernández escribió para Árdora Ediciones, que no tuvo el relumbrón editorial ni publicitario que la de José Teruel sobre su exmujer, por más que sea el minucioso trabajo de campo de quien pregunta a todo aquel que pueda decir algo interesante, compañeros de colegio, vecinos del pueblo, admiradores, ayudantes, aparte del único rasgo de Ferlosio que a estas alturas sí resulta un poco decepcionante, el inagotable contingente de peaneros que lo acompañaba a todas partes, sobre todo desde que abandonó las oscuridades anfetamínicas de sus estudios de gramática, un ejército turiferario del que sin embargo destaca un puñado de amigos de siempre como Tomás Pollán o, más tardíamente, Hidalgo Bayal, en listas que ocupan su espacio casi en cada página, y en las que más veces de las deseables uno se encuentra con buscadores de fotos cogidos del bracete, esa raza de escritores mediocres especializados en salir sonrientes junto a alguien importante. Más interesante, desde luego, es el encuentro en estas páginas con otros amigos de siempre, Agustín García Calvo, que ya tenía su cofradía propia, o Fernando Savater, con quien siempre mantuvo un estimulante tira y afloja intelectual y sobre cuya última deriva ya no tenemos al gran Rafael para dar su opinión, ni probablemente la habría dado. 

De modo que en esta generosísima pedregada de nombres vemos que el austero y huraño escritor, el que no quería saber nada del mundo mientras lidiaba en secreto con su Historia de las guerras barcialeas (que ahora se supone que Ignacio Echevarría, que los hados le asistan, está ordenando y transcribiendo para una futura y ojalá que cercana edición), se acostumbró desde el principio, al tiempo que renunciaba al «papelón de literato», a ser centro de agasajos, pope de ceremonias, ídolo de sonrisas complacientes, porque cuando alguien no fue tan condescendiente, como por ejemplo alguno de los miembros de aquel Anillo Lingüístico del Manzanares, que abandonó las tertulias porque «no se puede trabajar con aficionados», en referencia a Ferlosio (¡no, claro, a García Calvo!), el escritor nunca se lo perdonó ni restableció sus relaciones, no así con otros que fueron víctimas de su carácter tormentoso por tomarse con sus palabras alguna que otra pequeña libertad, caso de Miguel Ángel Aguilar, a quien al cabo del tiempo Ferlosio parece que volvió a admitir en su parroquia.

Es llamativa esta permanente celebración del genio porque no casa del todo con el tipo de extravagancia que uno admira de Ferlosio, que también ocupa su lugar en esta biografía, en otras páginas menos frecuentadas por la ferlosía, como la llamó el periodista Arcadi Espada, esa tribu de incondicionales que se sienten a sus anchas y bien pagadas con solo esperar a que el santón abra la boca. Porque también la biografía se ocupa de otros rasgos de su vida y su persona que a más de uno servirían de objeción si su portentosa obra no los redujese a condición poco más que anecdótica, sobre todo los familiares, a los que Benito Fernández se dedica con esmero, como a su pintoresco padre, Rafael Sánchez Mazas, ministro de Franco pero más que eso aristócrata bon vivant y uno de los individuos con más suerte de su época: 


Le envían de corresponsal de Abc a Roma, donde conoce y se casa conla hija de un banquero, que le regala un largo viaje de novios y el hotelito de El Viso; huye de prisión y le salva de volver a ella Indalecio Prieto; sale indemne de un fusilamiento y, cuando está sin un chavo, se convierte en terrateniente. 


Y eso sin contar que deja de ser ministro por incomparecencia a los consejos (se levantaba tarde) o que el hecho de haberlo sido, amén de fascista de primera hora, ha entenebrecido una obra literaria que nadie que haya leído duda en considerar muy digna, empezando por su propio hijo. Dan ganas de volver a ella, y no con la novela que Cercas escribió sobre el asunto, que ni gustó a los cercanos a Ferlosio ni el propio Ferlosio leyó, sino con las novelas y relatos o sus páginas de memorias de Sánchez Mazas, y no solo por él sino por esa brava italiana, la madre de Ferlosio, que merecería libro aparte y que en cierto modo, según ella, también lo tiene, la novela Rosa Krüger. Aunque tampoco Rafael se pisa la suerte andando, con esa infancia romana, esa determinación indeclinable con la que siempre supo a qué se dedicaría, por más que dejara empezados estudios varios, pero no la búsqueda de un dominio del idioma pocas veces igualado, y ya desde bien temprano. El autor de la biografía se detiene en este amable (más que el de la cohorte) lado de su vida, que por la vía de sus hermanos, sobre todo de Chicho, lleva a curiosos excursos y excursiones, bien conocidos por el que también es biógrafo de Eduardo Haro Ibars o de Leopoldo María Panero, y que una y otra vez nos llevan al que uno sospecha que de mil amores sería también objeto de sus indagaciones biográficas, el gran Agustín García Calvo, otro extravagante en el más alto y noble de los sentidos.

Y se queda uno, en fin, con el lado del personaje que más se aviene con esa compleja «estructura psíquica» de Ferlosio: 


En ella predominan rasgos llamativos como el aislamiento pertinaz, las dificultades para establecer lazos afectivos y una tremenda precariedad en esos lazos. El autor se niega a relacionarse con los otros; sólo la escritura se sujeta a la realidad, solo la escritura le salva de la psicosis.


Teniendo en cuenta la inacabable lista de acólitos que poblaban sus idas y venidas, incluso sus estadías, nadie lo diría, pero aun así la imagen que nos hemos hecho de él leyéndolo encaja más con las páginas en las que vemos al Ferlosio andarín que indaga en las tierras que pisa, el que sabe nombrar las flores y es experto en ríos y en máquinas para mover sus aguas, el que fue y dejó de ser cazador, o fue y dejó de ser taurino, el que huía a su Coria palaciega para refugiarse en las sombras de otro tiempo, el que había paladeado con delectación a Polibio, a Tito Livio y a los tratadistas de polemología, o al que apartaba su, digamos, furor selectivo para sacar al hombre amable, al amigo de la infancia y atento alumno del habla popular, al que defendió a un soldado de Perejil de la acusación de homicidio en un escrito de defensa que ojalá pudiésemos leer, o el que, pasando las horas muertas entre los soldados (él que era el hijo de un ministro) recolectase frases y decires de gente común y corriente con las que luego armar la gran novela que iluminó nuestra literatura, y que a él tampoco le convencía, pero es la que le dio de comer.

En todas esas páginas, que también son muchas, encontramos al Ferlosio que buscábamos, la extravagancia que nos es cercana, la que tiene más que ver con nuestra propia admiración. La otra, la del testigo de su tiempo, la del polemista de periódicos, quizá se mantenga tan marmórea como sus obras graves, aunque, como decía su amigo Benet, los escritores de periódicos son como golondrinas que se posan en los cables de la luz. Eso era lo que celebraban los más oportunistas de su camarilla, los que se cubrían el pecho de entorchados históricos antifranquistas y nos hacen sospechar que hasta en hombres de tanta talla intelectual y literaria como Ferlosio puede anidar el placer del coro de los grillos, él que tanto y tan profundamente leyó a Machado; suyos son los versos que aún se leen en la página más triste de su vida, la tumba de su hija Marta, sobre la que tanto habló también José Teruel en la biografía de Martín Gaite, con muchos detalles que ya encontramos aquí. Hay recursos bibliográficos que casi merecen mención aparte. 

Todo lo cual, lo fascinante y lo en cierto modo decepcionante, se vuelve a cubrir de gozo cuando nada más acabar esta biografía uno se acerca a dejarla entre los otros libros de Ferlosio y, por leer algo, repasa su breve ensayo sobre el Pinocho de Collodi, o vuelve a leer el cuento de los babuinos mendicantes, o por enésima vez el cuento Dientes, pólvora, febrero, y se conforma con que la condición de eximio no entra en reyerta con ningún otro adjetivo, que nunca puede más que adornarlo, jamás contradecirlo, y se asombra de que en un cuadro en el fondo tan revelador Benito Fernández haya mitigado la condición de biografía titulándola El incógnito y, sobre todo, reduciéndola a unos apuntes, como si fuesen notas cronológicas más que un buen ensayo sobre su persona, precisamente porque, además de aportar tal cantidad de información disponible, y lamentar la negativa de quien respetaba la «aristocrática» repugnancia de Ferlosio a airear vidas privadas, rara vez se paran a juzgarlo.


J. Benito Fernández, El incógnito. Rafael Sánchez Ferlosio. Apuntes para una biografía, Árdora, 2017, 605 p.

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